Paulo llevaba ya casi cuatro horas conduciendo. Se sentía algo cansado y necesitaba parar un poco para estirar las piernas y tomar un café. Se acordó de haber pasado por un cartel que decía que en 5 km habría una gasolinera. Allí podría hacer una breve pausa de unos minutos para descansar.
El día estaba nublado, y en el horizonte podía ver algunas nubes oscuras y destellos en el cielo. Probablemente llovería pronto, pero aquella escena le transmitía una paz inmensa. Siempre había preferido días así a los soleados. Mirar hacia fuera y ver cómo el cielo se cerraba, anunciando lluvia y truenos, mejoraba su ánimo casi al instante. Las primeras cosas que le venían a la mente con ese tipo de clima eran: preparar un café, coger un buen libro de terror y sentarse en el balcón de su antiguo piso para relajarse y leer. Eso, claro, cuando no estaba trabajando.
Le gustaría poder hacer lo mismo ahora, pero tenía claro que una gasolinera no sería un lugar tan acogedor para pasar unos minutos leyendo. Aun así, se prometió que, si la estación tenía una zona exterior cubierta, se quedaría allí un poco más para tomar su café y leer hasta que mejorase el tiempo.
Al llegar a la gasolinera, aparcó el coche y miró alrededor para ver si existía esa zona. Sonrió al ver que sí. Como si le invitase a salir del coche y contemplarlo, el cielo estalló en un relámpago, seguido de un trueno. Las nubes estaban ahora aún más oscuras y cargadas. Al salir del vehículo, sintió las primeras gotas sobre su rostro. No podía haber un clima mejor para comenzar su nueva vida. Era como si el universo le estuviera bendiciendo y deseándole suerte.
Entró en la tienda de la gasolinera, cogió un café y salió al exterior para empezar a leer. La mayoría de sus amigos, si estuvieran allí, se pondrían a trastear con el móvil o a charlar, pero Paulo nunca fue muy de redes sociales. Mientras sus amigos se pasaban el rato deslizando el dedo por la pantalla, dando "me gusta" a fotos de tíos cachas y sin camiseta, compartiendo entre ellos sus fotos y vídeos, él prefería leer sus libros.
Claro que a él también le gustaban los tíos cachas, y por supuesto que a veces se perdía en las redes como Instagram o X, pero sus amigos hacían eso todo el tiempo. No hacía tanto, él mismo había tenido un perfil +18 en X, donde publicaba sus nudes y se pasaba el día intercambiando mensajes subidos de tono con otros.
Pero aquellos eran otros tiempos. Paulo ya no tenía muchas ganas de iniciar o mantener conversaciones, sobre todo si solo giraban en torno al sexo, el tamaño del rabo o lo que uno le haría al otro en la cama.
Últimamente, prefería pasar su tiempo leyendo, escribiendo o trabajando. Cuando sentía que tenía demasiado deseo y necesitaba desfogarse, entraba en alguna web +18 y se hacía una rápida para poder seguir concentrado sin distracciones.
Puso el café sobre la mesa y abrió la bolsa para sacar su Kindle. Estaba leyendo dos libros en ese momento: La Rueda del Tiempo: La Ascensión de la Sombra y La Empleada. Decidió que, con ese clima, quería seguir con el segundo libro, ya que le había enganchado la narración en primera persona y el misterio que todo el mundo decía que la historia escondía. No es que tuviera idea de cuál era ese misterio, ya que hasta ahora todo lo que había leído trataba de cómo la jefa maltrataba a la empleada y estaba un poco mal de la cabeza.
La Rueda del Tiempo también era uno de sus favoritos, pero estaba algo cansado de lo lento que iba el cuarto libro. Y un buen misterio siempre sienta mejor con un tiempo así.
Se quedó allí unos minutos, escuchando los truenos y sumergido en la lectura, hasta que decidió que era hora de volver a la carretera. Tiró el vaso vacío de café a la basura y se dirigía hacia el coche cuando vio, al otro lado de la estación, a un empleado ahuyentando a un perro callejero bajo la lluvia. El animal se alejó cojeando y se tumbó en el suelo mojado, con la cabeza apoyada en sus patas, como si ya estuviera acostumbrado a quedarse bajo la lluvia.
Le cabreaba ver cómo la gente podía ser tan cruel y sin corazón. Con ese tiempo, lo único que el pobre animal quería era un refugio para protegerse de la lluvia y estar seco y a salvo. No les costaba nada dejarle allí, en un rincón, tranquilo.
—Eh, ¿para qué haces eso con el pobre perro? ¿Cuesta tanto dejarle ahí hasta que pase la lluvia? —dijo Paulo, acercándose al trabajador.
El hombre simplemente lo miró y se encogió de hombros.
—Son las normas de la estación, señor. Si no lo hago, nos mojamos el perro y yo.
Por más enfadado que estuviera, Paulo entendió lo que decía el hombre. No podía arriesgar su empleo por el perro. Él mismo, si trabajase allí, tampoco lo habría dejado quedarse, pero no podía esperar que todo el mundo actuara como él.
Miró al perro durante unos segundos y volvió a entrar en la tienda. Compró un panecillo y una botellita de agua para dárselos al animal y salió.
—¡Ven aquí, perrito! —lo llamó, volviendo a la zona cubierta. El perro no podía quedarse solo allí, pero quería ver si el empleado se atrevería a echarle con Paulo dándole de comer.
El perro lo miró unos segundos y luego fue tras él, moviendo la cola.
—Toma, come esto —Paulo puso el pan en el suelo y buscó algo donde verter el agua. Como no había ningún recipiente, vertió un poco en su mano y se la ofreció al perro, que bebió sin pensárselo.
Cuando terminó el pan y bebió suficiente agua, simplemente se tumbó a los pies de Paulo y se durmió. Paulo decidió quedarse allí un poco más, leyendo, en compañía de su nuevo amigo. Unos minutos más no harían daño. No tenía ningún compromiso ese día, salvo recoger las llaves de su nueva casa.
Pasaron veinte minutos. La lluvia paró y las nubes negras empezaron a disiparse. Miró hacia abajo y el perro le devolvía la mirada, con unos ojos llenos de gratitud por no haberlo abandonado.
—Ahora tengo que irme, amiguito. Lo siento. Espero que tengas mucha suerte y encuentres a alguien que pueda darte la mejor vida posible.
Se levantó y fue hacia su coche. Al abrir la puerta, se dio cuenta de que el perro seguía pegado a sus pies.
Suspiró. No, no podía llevárselo. ¿O sí? No recordaba que en ningún momento se dijera que estaba prohibido tener mascotas en la casa. Y el animal le miraba, con los ojos sonrientes, como si le suplicara que lo llevase. Llevaba años queriendo tener un perro. ¿Y si esto era otra señal del universo, devolviéndole todos sus deseos olvidados y dormidos?
Suspiró. Cogió el móvil y llamó al dueño de la casa donde iba a vivir en Río Denso.
—Rogério, hay algo que se me olvidó preguntar. ¿Puedo llevar a mi perro conmigo a la casa?
Sonrió al oír que no había problema en tener mascotas allí.
Colgó y se agachó para coger al perro.
—Parece que hoy es tu día de suerte, amiguito.
Lo colocó en el asiento del copiloto, cerró la puerta y encendió el coche.
Quedaban dos horas de viaje.
Su nueva vida empezaría junto a su nuevo amigo. No podría haber mejor comienzo que ese.
—Ahora tengo que pensar en un nombre para ti —dijo, mientras conducía en dirección a la autovía.